Dime Dime por favor donde no estás en qué lugar puedo no ser tu ausencia dónde puedo vivir sin recordarte, y dónde recordar, sin que me duela. Dime por favor en que vacío, no está tu sombra llenando los centros; dónde mi soledad es ella misma, y no el sentir que tú te encuentras lejos. Dime por favor por qué camino, podré yo caminar, sin ser tu huella; dónde podré correr no por buscarte, y dónde descanzar de mi tristeza. Dime por favor cuál es la noche, que no tiene el color de tu mirada; cuál es el sol, que tiene luz tan solo, y no la sensación de que me llamas. Dime por favor donde hay un mar, que no susurre a mis oídos tus palabras. Dime por favor en qué rincón, nadie podrá ver mi tristeza; dime cuál es el hueco de mi almohada, que no tiene apoyada tu cabeza. Dime por favor cuál es la noche, en que vendrás, para velar tu sueño; que no puedo vivir, porque te extraño; y que no puedo morir, porque te quiero. Jorge Luis Borges (al parecer hay una disputa con la autoría de este poema)
En el último cajón de mi cómoda, al fondo, encerradas
con llave, hay cuatrocientas cincuenta y tres cartas de mujer. Son cartas
de amor, dirigidas a mí, todas de la misma mujer, de una mujer a la que ya
no amo desde hace mucho tiempo, a la que no he visto más, que no sé dónde
está. Son cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor; son todo lo que
queda de un gran amor. Ese cajón lleno de cartas me turba. Yo no soy un
sentimental. Soy muy frío: más observador que apasionado. De esas cartas,
cenizas de un fuego, he hecho un estudio. Todo puede ser objeto científico. Quiero librarme de ellas de esta manera. Si las destruyera permanecerían allí
como un vano lamento de mi corazón vacío. Ante todo he empezado numerándolas
una a una. Son cuatrocientos cincuenta y tres, ni una más, ni una menos, de eso
estoy seguro. Las he puesto por orden cronológico: van de 1903 a 1906. Las he atado en
paquetes, mes por mes: enero 1903, cuatro; febrero 1903, diez; marzo 1903,
treinta y dos, y así sucesivamente. Crecen, crecen; a medida que pasan los
meses, los paquetes son cada vez mayores. El máximo es el del mes de junio de 1904: cincuenta y siete cartas. Pero con
1905 los paquetes adelgazan y llegamos al mes de octubre de 1906: una sola, la
última, ¡si Dios quiere! Las he pesado también (porque las cartas más espirituales y líricas tienen,
según los empleados de correos, su peso), las he pesado cuidadosamente unas
cuantas a la vez; son en total 6740 gramos; más de seis kilos y medio, casi
siete kilos. Es un peso discreto para un amor, y si tuviera que llevarlo en un saco todo
junto, no haría mucho bulto. He contado, también, una a una, las páginas. El número de las páginas es
espantoso: las mujeres escriben con una facilidad de la que no tenemos idea. Para ellas, las palabras, tanto habladas como escritas, no son monedas sagradas,
sino céntimos que se pueden gastar a todas horas con la más byroniana
prodigalidad. Es verdad que esta mujer tenía una escritura muy grande y dejaba mucho espacio
entre líneas, pero, a pesar de todo, no puedo convencerme que en sólo
cuatrocientos cincuenta y tres cartas haya podido escribir tres mil doscientas
noventa páginas. Ninguna carta tiene menos de cuatro páginas y hay bastantes de ocho, de diez,
de doce, e incluso de dieciséis. Las cuentas salen, pero el asombro sigue
siendo grande igualmente. Pienso que si hubiera tenido que escribir todas esas
páginas seguidas -esas tres mil doscientas noventa páginas-, aunque hubiera
podido escribir diez por hora, habría invertido trescientas veintidós horas, es
decir, trece días y trece noches seguidas, sin descansar nunca. Creo que su amor, aunque es grandísimo, no hubiese resistido semejante prueba. No he tenido la paciencia, ni el tiempo, de contar las palabras y sílabas, pero
mis investigaciones no se han detenido aquí. He observado, por ejemplo, con cierto interés, que los tipos de papel y de los
sobres son cuatro. Algunas cartas están en papel hecho a mano, gordo y pesado,
de color amarillo marfil viejo; otras, en papel pergamino, con sobres largos y
bajos; otras, en feísimo papel comercial blanco, pobre y filamentoso. Pero la
mayoría está en un papel ligero, a la inglesa, encerradas en aquellos sobres
azul oscuro impresos por dentro con trazos grises y negros para que no se
puedan leer las palabras desde afuera. Tampoco he olvidado el lado cómico de mi epistolario. Todo ese papel ha sido
fabricado, vendido al por mayor y luego revendido al detalle. Según mis cálculos, que creo bastante exactos, porque también yo he probado
varios tipos de papel de cartas, considero que el costo total del papel
asciende a unas diecinueve liras y algunos céntimos. No es una suma
despreciable para quién no sea muy rico. Con diecinueve liras se pueden hacer
muchas cosas, sin comprar papel de cartas. Entran, por lo menos, cinco novelas
francesas de tres cincuenta cada una. Pero el gasto de papel es lo de menos. Cada una de estas cartas tiene un sello. De estas cuatrocientas cincuenta y
tres cartas, hay ciento doce que vienen de ciudades lejanas y trescientas
cuarenta y una que vienen de la misma ciudad donde vivo yo. Se trata, pues, de ciento doce sellos de quince céntimos, que equivalen a
dieciséis liras con ochenta céntimos, y de trescientos cuarenta y un sellos de
un céntimo, que importan diecisiete liras con cinco céntimos. Sumándolo todo,
papel y sellos, se ve que el gasto obtenido por aquella pobre mujer enamorada
es de unas cincuenta y dos liras. Pero ¿dónde dejamos la tinta? Para escribir tres mil doscientas noventa páginas
se necesitan, por lo menos, cuatro botellas de tinta. Pongamos que cada botella
valga solamente sesenta céntimos, y el gasto total asciende a casi cincuenta y
cinco liras. Yo creo, en efecto, que el gasto vivo, en dinero, de este amor ha sido, para mi
corresponsal, un poco superior a las cincuenta y cinco liras, y juraría que no
puede haber llegado a sesenta. Su valor actual es indudablemente bastante
menos, casi nulo. El papel escrito no es muy buscado y hay quien lo paga apenas a dos céntimos el
kilo. De todo el episodio yo no sacaría más de sesenta y cinco céntimos como
máximo. Está claro que no vale la pena desprenderse de un recuerdo tan poético por tan
poco. Sin embargo, hay algo más -tanto para un historiador como para un poeta-
en estas cartas de lo que había cuando eran simples cajas de papeles en la
tienda del papelero. Hay todas las palabras escritas, hay toda la pasión de tres años, hay una
cantidad enorme de imágenes, de adjetivos y de besos: hay, en suma, para
abreviar, un poco de la vida profunda de un hombre y de una mujer. ¡Y todo eso
ya no vale nada! Siento que soy inmensamente idiota con todos estos cálculos y esas reflexiones.
Yo estoy hecho así. No soy un sentimental. Soy un observador de las cosas.
Cuando veo un muerto, pienso en cuánto habrán gastado los parientes en todas
aquellas medicinas que no lo han podido salvar, y cuando una madre llora, busco
adivinar cuantos decilitros de lágrimas verterá en una jornada, comprendida la
noche. ¿Qué quieren? Yo estoy hecho así: no soy un sentimental. Y estas cuatrocientas
cincuenta y tres cartas de amor, encerradas con llave en el último cajón de mi
cómoda, me fastidian un poco. No quisiera tenerlas y no quisiera quemarlas. Y
he hecho todo lo que he podido para sacármelas del alma. Lo he contado y calculado todo y, sin embargo, hay algo en el fondo de mi
corazón que muge y gime y no está satisfecho. Pero no hago caso. Yo no soy un
sentimental. Giovanni Papini